Informe especial: ¿Son las redes sociales la adicción del siglo XXI?

Una comparación necesaria para comprender la magnitud del problema (in)visible. La película "Scarface" de 1983 y el documental "The social dilemma" de 2020, con un hilo conductual muy similar, la misma lógica de mercado, adicción, poder y caída (de los usuarios)

Si Scarface ocurriera en 2025, Tony Montana no pelearía por kilos de cocaína: pelearía por kilos de atención. Las redes sociales funcionan como el “polvo blanco” de nuestra época: un estímulo rápido, brillante y adictivo que promete poder inmediato. Así como Tony encuentra en la droga un camino hacia el éxito, hoy millones encuentran en los likes y las notificaciones una sensación fugaz de importancia. Ambas cosas producen lo mismo: un subidón instantáneo que el cuerpo quiere repetir hasta que deja de distinguir necesidad de deseo.

En Scarface, el ascenso de Tony se sostiene en la acumulación: más dinero, más armas, más enemigos, más excesos. En el mundo digital pasa parecido. La lógica de las redes nos empuja a acumular seguidores, interacciones, visibilidad, incluso si eso significa perder la vida privada, dormir peor o vivir pendientes del teléfono. El “Say hello to my little friend” sería hoy un smartphone con la pantalla explotada de notificaciones. La fuerza ya no viene de un arma: viene del algoritmo.

Y así como Tony se convence de que “lo controla todo” mientras su vida se desmorona, la adicción a las redes crea una ilusión parecida: creemos que manejamos nuestro tiempo, nuestras interacciones y nuestra imagen, cuando en realidad estamos atrapados en un sistema diseñado para mantenernos mirando. El final de Tony —exceso, saturación, aislamiento— funciona como metáfora del burnout digital: cuando el estímulo deja de producir placer y solo queda cansancio, ansiedad y vacío. Scarface sería hoy la historia de alguien que lo tuvo todo en internet… hasta que internet lo tuvo a él.

Scarface y The Social Dilemma: dos relatos del mismo imperio de adicción

Si uno mira Scarface hoy, ya no parece solo como la clásica historia del ascenso y caída del narco que quiere devorarse el mundo. Leída desde el presente, la película se parece más a un mapa de cómo operan todos los sistemas que prosperan gracias a la dependencia ajena. Tony Montana no construye un imperio porque la cocaína sea extraordinaria, sino porque entiende el verdadero corazón del negocio: la adicción. Su mercancía es la necesidad. Lo que vende es la incapacidad de soltar. Y mientras más atrapados están sus consumidores, más grande se vuelve su poder.

Esa misma lógica —más sofisticada, más limpia, sin sangre visible— es la que muestra The Social Dilemma. El documental revela que las grandes plataformas digitales operan con la misma estructura que Tony, pero cambiando la sustancia por algo más barato y más abundante: la atención humana. Donde Tony necesitaba cargamentos y rutas clandestinas, Silicon Valley necesita datos, clics y tiempo frente a la pantalla. No hay pistolas apuntando, pero sí un ejército de notificaciones, algoritmos y recompensas intermitentes diseñadas para que el usuario vuelva una y otra vez. La adicción, otra vez, es el negocio.

En Scarface, el poder crece a medida que crece el consumo. En The Social Dilemma, el imperio tecnológico se expande cuanto más incapaces somos de dejar el celular. Tony controla barrios enteros porque controla la sustancia; las plataformas controlan comportamientos, emociones y percepciones porque administran el flujo de información. Y así como Tony termina siendo víctima de su propia adicción —su caída empieza cuando pierde el control sobre la mercancía que distribuye—, los propios creadores de estas plataformas confiesan en el documental que tampoco pueden dominar el mecanismo que ellos mismos diseñaron. Lo que empezó como un negocio se convirtió en un monstruo que demanda atención constante, incluso a quienes lo inventaron.

En los años 80, el producto era químico; hoy es digital. Antes se trataba de dependencia física; ahora es emocional, cognitiva, psicológica. Y si Tony Montana gritaba “The world is yours”, hoy las plataformas parecen decir algo mucho más preciso: “Tu mente es nuestra… mientras sigas conectadx.”

Este paralelo nos deja una idea clara: la problemática no es la tecnología en sí, sino el modelo que la sostiene. Un modelo que, como Tony, se alimenta del consumo compulsivo y se vuelve más fuerte cuanto más difícil nos resulta soltarlo. Comprender esto no es ser apocalípticos; es empezar a ver que, detrás de cada toque de pantalla, hay una maquinaria diseñada para que ese toque no sea el último.

Diseñadas para enganchar

¿Por qué los gurús de Silicon Valley crían a sus hijos sin pantallas?

Imagina la escena: es 2010, Steve Jobs acaba de presentar el iPad al mundo, vendiéndolo como la herramienta educativa y recreativa definitiva. Un periodista le pregunta: "Sus hijos deben adorar el iPad, ¿Verdad?" La respuesta de Jobs dejó helado a más de uno: "No lo han usado. En casa limitamos la tecnología". No fue una excentricidad de un genio. Fue una advertencia.

1. La ingeniería de la adicción

Según explica Adam Alter para la BBC, psicólogo y autor de “Irresistible”, las redes sociales no generan una adicción química (como las drogas), sino una adicción conductual. Activan los mismos circuitos de recompensa en el cerebro que el juego o las sustancias, buscando constantemente ese pequeño golpe de dopamina que ofrece un like o una notificación. El truco maestro es la eliminación de las "señales de detención".

Antiguamente, todo tenía un fin natural: el capítulo del libro terminaba, la película llegaba a los créditos. Hoy, redes como TikTok o Instagram usan el scroll infinito. Al no haber un punto final, nuestro cerebro nunca recibe la orden de "parar". Estamos luchando contra supercomputadoras diseñadas específicamente para hackear nuestra psicología y convertirnos en zombis del consumo.

2. La hipocresía de Silicon Valley

Mientras el mundo se apresura a digitalizar las aulas y poner tablets en manos de niños de dos años, en la cuna de la tecnología sucede exactamente lo contrario. Un reportaje reciente de El País revela una tendencia fascinante: los altos ejecutivos de Google, Apple y Yahoo envían a sus hijos a escuelas como la exclusiva “Waldorf of the Peninsula”. ¿Su particularidad? Cero pantallas. En ese lugar se enseña con pizarras, tizas, tejido y jardinería. 

La filosofía es simple: el aprendizaje requiere emoción humana, no algoritmos.

Chris Anderson, exdirector de la revista Wired (la biblia de la cultura digital), lo resumió con una frase lapidaria: "En la escala entre los caramelos y el crack, esto está más cerca del crack". Saben lo que venden. Y por eso no lo consumen en casa. Incluso las niñeras de las familias más ricas de Silicon Valley tienen que firmar contratos estrictos donde se les prohíbe usar el celular mientras cuidan a los niños.

3. La nueva brecha digital

Hace unos años, preocupaba que los niños pobres no tuvieran acceso a internet. Hoy, la brecha digital se ha invertido. El acceso a las pantallas se ha vuelto barato y omnipresente. Ahora, el verdadero lujo es la desconexión. Los hijos de la élite tecnológica crecen interactuando con humanos, jugando con madera y desarrollando su creatividad lejos del brillo azul. Mientras tanto, las pantallas se convierten en las "niñeras baratas" de la clase media y baja.

¿Qué podemos hacer? La abstinencia total es imposible en el mundo moderno, pero podemos recuperar el control reintroduciendo esas "señales de detención" que la tecnología nos robó:

  • Cena sin pantallas: Recuperar el espacio sagrado de la comida.
  • Lejos de la cama: El celular no debe ser lo último que ves al dormir ni lo primero al despertar.
  • Modo Avión selectivo: Úsalo los fines de semana para forzar una desconexión.

Si los creadores de esta tecnología protegen a sus familias de ella, quizás deberíamos empezar a prestar atención a lo que saben y nosotros ignoramos.

Bonus track: ¿Y si le agregamos Inteligencia Artificial a esta receta?


El problema ya no es meramente el "uso del celular" o la cantidad de horas frente a una pantalla. Cuando se observan juntas las lógicas de los ejemplos planteados y encima le agregamos el funcionamiento actual de la inteligencia artificial, aparece un mapa más amplio y urgente. 

La Inteligencia Artificial instala un riesgo mucho más difuso que el que se presenta en el mundo de Scarface, donde el peligro tenía un rostro reconocible y una lógica explícita; la IA opera en silencio, sin espectacularidad, moldeando comportamientos antes de que podamos advertirlo. Y es justamente en la infancia donde este mecanismo se vuelve más inquietante. 

La IA aprende rápidamente qué los calma, qué los captura y qué los retiene, y ajusta cada contenido como un estímulo preciso, casi quirúrgico. En ese sentido, no estamos ante un problema de “tiempo de pantalla”, sino frente a un ecosistema que interviene en el modo en que se forma la inteligencia misma. Y si Tony Montana era vulnerable al exceso aun siendo adulto, resulta inevitable preguntarse qué posibilidades reales tiene un niño o niña frente a un sistema diseñado para ser irresistible desde antes de que puedan comprenderlo.

Pero como siempre, si queres informarte más sobre este tema y otros, escucha mi podcast y video donde voy a estar hablando más específicamente de la IA y las infancias. Te espero:


Por Carolina Castro Enteza

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