Por Shaiel A. Acosta
Está claro que Internet y la Inteligencia Artificial llegaron con la promesa de facilitarnos la vida. Internet abrió la puerta a una conectividad sin precedentes, mayor participación social y la expansión de las redes sociales. La IA, por su parte, se presenta como una herramienta personal cada vez más poderosa, capaz incluso de superar ciertas habilidades humanas. Pero, te preguntaste ¿qué hay del otro lado de estas tecnologías?
La arquitectura que controla nuestra atención
Según un estudio de Electronics Hub, la población mundial pasa en promedio 6 horas y 43 minutos frente a una pantalla. Esto no es casualidad: responde al modelo de negocio que da forma a la arquitectura de las plataformas digitales.
Lo inquietante es que no estamos ante un efecto secundario, sino ante un verdadero capitalismo de la vigilancia. Shoshana Zuboff explica que es un nuevo tipo de mercado que comercia con la recolección de datos de los usuarios en línea. Las plataformas emplean esa información para crear modelos capaces de predecir nuestras conductas
Operan ante todo en función de los intereses económicos de las empresas que las diseñan. Estas plataformas compiten ferozmente por captar y retener nuestra atención, y lo que realmente ponen en el mercado es la alteración gradual, sutil e imperceptible de lo que hacemos, cómo pensamos y quiénes somos. Por ejemplo, alteran hábitos de consumo, las noticias que vemos, nuestras emociones e incluso nuestras opiniones y creencias.
Tecnología persuasiva
Lejos de ser algo inocente, este sistema que nos rodea opera de manera constante, día y noche, para mantenernos frente a pantallas el mayor tiempo posible, logrando que entreguemos parte de nuestra vida a cambio. Como explica el documental El dilema de las redes sociales, este diseño es intencionado y preocupante: busca instalar hábitos inconscientes en nuestra mente y la necesidad imperiosa de recibir una recompensa.
Una recompensa que aparece en forma de comentario, un "me gusta", un retuit o un feed que se actualiza cada segundo actúan como el anzuelo perfecto. Este mecanismo funciona casi como una "máquina tragamonedas", que ofrece retribuciones inesperadas que refuerzan nuestra atención y alimentan la dependencia. El usuario nunca sabe qué encontrará, y esa incertidumbre es precisamente lo que maximiza la adicción.
Detrás de cada clic actúan equipos especializados en growth kacking y pruebas A/B, cuyo objetivo es literalmente "piratear la psicología de la gente", ejecutando miles de cambios (colores, textos, variaciones) para identificar cuáles manipulan mejor al usuario sin activar su conciencia. "Somos ratas de laboratorio", advierte Sandy Parakilas, ex gerente de operaciones de plataforma en Facebook, en referencia a los experimentos sociales que lograron que actuáramos exactamente como ellos querían.
Plataformas como Facebook utilizan mecanismos como el scroll infinito y las notificaciones push para capturar nuestra atención y moldearla. Funciones como el etiquetado de fotos se utilizan porque apelan a una necesidad humana profunda de obtener aprobación. La compañía potenció esta herramienta al comprobar que incrementaba significativamente la actividad de los usuarios.
Esto alimenta una tecnología de la persuasión que construye un "muñeco vudú" digital de cada persona: un perfil minucioso que revela saber qué técnica usar en cada instante. En este entorno, las redes sociales generan un clima de desinformación constante donde lo real y lo falso se vuelven indistinguibles, manipulan la opinión pública, intensifican la polarización y moldean el comportamiento sin que el usuario lo perciba.
A esto se suman fenómenos crecientes como la ansiedad, la depresión, el aumento de suicidios, la dependencia adictiva al estímulo digital, la búsqueda de popularidad artificial y el empobrecimiento de habilidades cognitivas básicas. El resultado es una generación con cerebros sobre estimulados pero poco desarrollados, más vulnerable y con capacidades deterioradas para pensar críticamente y autorregularse.
La IA el nuevo rostro del paradigma digital
La irrupción de la inteligencia artificial no constituye un fenómeno aislado, sino la prolongación y a la vez, la intensificación de las dinámicas sociotécnicas ya visibles en las redes sociales. Ambas se sostienen sobre el mismo modelo de capitalismo de vigilancia y recurren a mecanismos de influencia diseñados para moldear el comportamiento, pero la IA lleva estas lógicas a una escala capaz de producir riesgos profundos.
Desde la dependencia emocional y el reemplazo de la interacción humana por simulaciones programadas, hasta la erosión progresiva de habilidades sociales, empatía y pensamiento crítico. A esto se suma la concentración de poder en unas pocas corporaciones capaces de costear estos modelos de enorme complejidad, habilitando formas sutiles de control social y manipulación personalizada.
Paralelamente, la producción ilimitada de contenido falso y verosímil —texto, video o audio— alimenta la desinformación y la polarización, debilitando la confianza en cualquier evidencia digital. A su vez, el impacto laboral y ambiental se vuelve ineludible: la automatización acelerada de tareas cognitivas amenaza con profundizar la desigualdad y vaciar de propósito a amplios sectores, mientras que la huella energética y el consumo de recursos para entrenar modelos avanzados permanece oculto, aunque sea descomunal.
La generación que crece desconectada de sí misma
La expansión masiva de pantallas, videojuegos, redes sociales y tecnologías digitales está moldeando de manera profunda y alarmante el desarrollo cognitivo, emocional y social de niños y adolescentes. El neurocientífico Michel Desmurget advierte en La fábrica de cretinos digitales, estos dispositivos no solo compiten con las interacciones familiares, el sueño, la lectura o el juego creativo, sino que están reconfigurando la maduración cerebral.
En países con estabilidad socioeconómica, se registra un fenómeno inédito: los llamados "nativos digitales” son la primera generación con un coeficiente intelectual más bajo que el de sus padres, revirtiendo la tendencia ascendente del “efecto Flynn”. Este deterioro se asocia al uso recreativo excesivo de pantallas, que afecta las bases mismas de la inteligencia: el lenguaje, la atención, la memoria, la capacidad de concentración y el bagaje cultural.
Las consecuencias no son solo individuales, sino profundamente sociales. Las nuevas generaciones crecen con menos habilidades de interacción presencial, mayor impulsividad, poca tolerancia a la frustración, dificultades para sostener la atención y un debilitamiento de la empatía. Al mismo tiempo, muchos niños sustituyen actividades formativas (lectura, arte, conversación, deporte) por consumos digitales de baja calidad, lo que amplifica las desigualdades educativas entre quienes están protegidos de la “orgía digital” y quienes pasan horas frente a pantallas sin mediación adulta.
La omnipresencia de videojuegos y redes sociales refuerza un ecosistema de entretenimiento inmediato, hiperestimulante y adictivo. De hecho, la OMS ya reconoció por primera vez la adicción a los videojuegos como un trastorno de salud mental, reflejo de un problema que países como China y Taiwán ya regulan con toques de queda digitales y límites estrictos de acceso. Como advierten expertos y activistas tecnológicos, el contenido digital “basura” compite contra la capacidad de regulación; miles de diseñadores y algoritmos trabajan para retener su atención, mientras los padres quedan desbordados.
El resultado es una generación que, pese a haber nacido inmersa en la tecnología, no desarrolla mejores competencias digitales ni mayor capacidad crítica, sino que se vuelve dependiente, distraída y vulnerable a modelos de negocio basados en la manipulación.
Si esta tendencia continúa, podríamos avanzar hacia una sociedad dividida: una mayoría con capacidades cognitivas debilitadas y manipulable por estímulos digitales, frente a una élite con acceso privilegiado a la educación, la cultura y el poder. Un escenario cercano a las distopías de Huxley y Postman, donde una población anestesiada por el entretenimiento pierde su capacidad crítica y termina acepta su dependencia digital.
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