¿Vale la pena cerrar el Wi-Fi? Respuesta: no


Por Ignacio Olguín.

La preocupación por el nivel de seguridad de las conexiones inalámbricas es un dilema. Historias y rumores sobre criminales aprovechando redes accesibles con el fin de incriminar inocentes o la eterna preocupación por el ancho de banda y la privacidad online llevan a muchas personas a proteger con contraseñas sus routers.

Sin embargo, varios gurús de la informática (como Peter Eckersley de la Electronic Frontier Foundation o el experto en seguridad Bruce Schneier) han salido a poner el grito en el cielo sobre las potenciales consecuencias nefastas de la desaparición gradual de las conexiones abiertas en el futuro cercano, especialmente en uno dominado por el acceso a internet desde dispositivos móviles. 

En el mundo actual, internet se ha transformado en un servicio de grandísimo valor y aunque el acceso a ella no se considere exactamente un “derecho” es innegable su contribución como excelente medio para la concreción de otros derechos (como el derecho a la información o la libre expresión). Aún así, la gran mayoría de la población, por razones que van desde asfixiantes problemas económicos hasta de infraestructura de los proveedores, se ve imposibilitada de usarla. Mantener las conexiones Wi-Fi abiertas podría resultar ser la acción más socialmente responsable y solidaria. 

Los usuarios se ven motivados a encriptar sus redes básicamente por dos motivos: para evitar que los vecinos roben ancho de banda o porque consideran que la red Wi-Fi sin encriptar les signifique un riesgo en su privacidad.
Por otro lado, aunque lógicamente una persona no quiera que su conexión a internet paga sea ralentizada por la enorme cantidad de porno japonés que su vecino descarga a través de ella, esta disminución en la calidad del servicio sería un precio muy pequeño a pagar si su recompensa es –a gran escala- que todas las redes estén abiertas, permitiéndole a esta misma persona acceder a internet en cualquier parte de la ciudad. Puede sonar utópico, pero es una realidad concretamente posible. 

El otro argumento, relativo a los riesgos de seguridad y privacidad, es el de mayor peso. Aún así si bien contra los meros mortales las protecciones WEP o WPA pueden parecer muros más inexpulgables que los de un castillo templario, para un verdadero hacker o entusiasta de la seguridad no resultan más que un inconveniente trivial. En palabras de Schneier: “Mi computadora corre más riesgo en aeropuertos, cafés y otros lugares públicos. Si no es segura más allá de la red en la que se encuentre, entonces simplemente no importa. Sí, la seguridad es difícil, pero si tu computadora va a abandonar tu casa entonces tienes que resolverla como de lugar. Y cualquier solución aplica también a tus máquinas de escritorio.” Por su parte, Eckersley señala que el tema de la seguridad es una preocupación válida pero que podría solucionarse –y mucho mejor- con mejoras en los protocolos de la internet inalámbrica. Vale también hacer un pequeño apartado respecto a la criminalidad: es cierto que una conexión no segura puede usarse para descargar material ilegal (discos de Iván Noble, tutoriales para hacer explosivos plásticos o pornografía infantil). ¿Uno es cómplice de estos crímenes? Por supuesto que no. Este tipo de incidentes podría darse también en locutorios, cibercafés o lugares de acceso público estatales (salas de computación universitarias, bibliotecas, la provincia de San Luis).

Finalmente, la razón definitiva para mantener una red abierta es el uso efectivo del espectro electromagnético. Una red compuesta por los routers de cientos de hogares permitiría tener mejores señales que una compuesta por enormes torres de telefonía a kilómetros de distancia, gracias a que los routers pueden transmitir más información en un menor ancho de espectro y con menor pérdida. Esto puede no parecer gran cosa en el momento, pero si en unos años las computadoras son llevadas por tooodos los humanos a tooodas partes en la palma de la mano, créanme - lo será.

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El dilema de la seguridad Wi-Fi

Periodismo digital – Guillermo E. López - UNQ.
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