¿Hay que aggiornarse? Opinión de +30

Por Carolina Castro Entenza

En una tarde de lectura para una materia de la universidad me encontré con la dicotomía del paso del tiempo y esa necesidad brutal de cambiar la norma por algo nuevo y brillante. 

En el libro Superficiales de Nicholas Carr, se tocan muchos temas que te hacen pensar y repensar la actualidad. Uno de estos temas fue cómo las pantallas alteran la experiencia de la lectura. Este argumento se evidencio con una cita en particular que les dejo a continuación: 

«Christine Rosen, del Centro de Ética y Política Pública de Washington, escribió recientemente sobre su experiencia al leer la novela de Dickens Nicholas Nickleby en un Kindle. Lo que cuenta deja corto a Johnson: «Aunque al principio me despisté un poco, enseguida me adapté a la pantalla y me hice con los mandos de navegación y paso de página». Pero se me cansaban los ojos  y la vista se me iba de un lado a otro, como me pasa siempre que leo algo largo en un ordenador. Me distraía mucho. Busqué a Dickens en la Wikipedia y me metí en el típico jardín de Internet al pinchar en un vínculo que llevaba a un cuento de Dickens: “El cruce de Mugby”. Veinte minutos más tarde aún no había vuelto a mi lectura de Nicholas Nickleby en el Kindle» 

Al costado de esa cita, un número “189” que quedó resonando en mí. La curiosidad natural del ser humano me llevó a buscar la información de dónde venía y un artículo periodístico me terminó de convencer de que muchas veces es mejor quedarse con la duda. Contraproducente tal vez, o no. (vayan a leerla a criterio propio)

En People of the Screen, el artículo de Christine Rosen del que proviene esa cita, se plantea una pregunta que todavía incomoda: ¿Qué perdemos cuando dejamos atrás el libro impreso? No se trata solo de nostalgia ni de resistencia al cambio, sino de entender que cada soporte moldea una forma distinta de pensar.

Leer en papel exige tiempo, silencio y atención. En cambio, leer en pantalla parece estar diseñado para lo contrario: la distracción, el salto constante entre ventanas, el consumo rápido. Carr lo describe muy bien cuando dice que Internet “dispersa nuestra atención y debilita nuestra concentración”. No es que seamos menos inteligentes, sino que la forma en que accedemos al texto cambia la estructura misma de nuestra lectura.

Lo que más me llamó la atención del relato de Rosen no es su queja por Kindle, sino el momento exacto en que se interrumpe a sí misma. La tentación de “buscar más” la lleva a perder el hilo, como si la pantalla la empujara a moverse, a no quedarse quieta. Y en cierto modo así vivimos hoy: conectados a todo, pero concentrados en nada.

A veces siento que la lectura digital nos roba ese pequeño ritual de perderse en las páginas, de doblar una esquina, de recordar un párrafo por su lugar en la hoja. Todo se vuelve más práctico, sí, pero también más efímero. Cambiamos la profundidad por la inmediatez, el tiempo de pensar por el impulso de pasar al siguiente link.

Tal vez ahí esté el verdadero problema: confundimos novedad con progreso. Las pantallas nos ofrecen una modernidad brillante, pero no siempre una mejor forma de pensar. Rosen no propone volver al pasado, y Carr tampoco. Ambos simplemente nos advierten que el modo en que leemos termina moldeando el modo en que pensamos. Y si la lectura era una forma de habitar el mundo, ¿Qué tipo de mundo habitamos cuando todo se lee entre notificaciones?

Vuelvo a esa tarde de lectura y pienso que quizá el “189” que me hizo buscar el artículo fue, en sí mismo, un síntoma de lo que Rosen describía. La necesidad de saber más, de no dejar nada sin clic. Me pregunto si realmente elegí leer o si simplemente seguí el reflejo aprendido de deslizar, abrir, saltar.

Tal vez no haya que renegar de la tecnología, pero sí aprender a recuperar el silencio. Porque leer —de verdad leer— todavía requiere algo que las pantallas no pueden dar: tiempo.

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